Atanarico (318-381), juez de los godos tervingios
Atanarico, Genealogía del Juez tervingio según Jordanes
Atanarico, hijo de Aorico y nieto del juez Ariarico, heredó una estirpe marcada por la lucha y la devoción a los dioses antiguos. Perteneciente a la dinastía baltinga, que más tarde daría reyes como Alarico I o Ataúlfo, encarnó el espíritu ancestral de los godos tervingios en tiempos de caos. Fue el último gran juez supremo antes de la caída de su institución, un puente entre los ritos del bosque y la diplomacia del Imperio. Con él comienza la saga de un pueblo que oscilaría entre la barbarie y la civilización, entre la fidelidad a sus ancestros y las tentaciones de Roma.
Nacimiento y ascenso como juez supremo
En el crepúsculo de los días de Aorico, bajo las ramas del roble sagrado, nació Atanarico con el destino en la sangre. No fue por herencia sino por mérito que se alzó como «juez supremo» de los tervingios en el año 365, elegido entre guerreros y ancianos. Con voz grave, prometió proteger al pueblo frente a la seducción del oro romano y las herejías extranjeras. En aquel claro del bosque, alzando una espada ceremonial, selló su pacto con los ancestros y con la historia.
Educación guerrera en su juventud
Antes de ser juez, fue cazador. En los espesos bosques transilvanos, el joven Atanarico aprendió a rastrear, acechar y matar. Su rito de paso fue sangriento y glorioso: enfrentarse a un jabalí, lanza en mano, frente a sus iguales. Allí, entre ramas y sangre, nació el líder que sería temido por romanos y reverenciado por godos. Fue en el rugido del jabalí y el sudor del combate donde la tradición lo ungió como heredero de la guerra.
Consejo tribal ante la amenaza romana
En 367, la sombra del águila romana cruzó el Danubio. Reunido en su fortaleza de madera, Atanarico convocó a los caudillos de las colinas, a los sacerdotes del trueno, a los hombres curtidos en batalla. Divididos entre la sumisión y la resistencia, fue su palabra la que decidió el curso: no habría pacto con Roma mientras los robles dieran fruto. Con un mapa de piel y ceniza, señaló el corazón de su tierra. Juró no rendirse.
Persecución de los cristianos
La unidad gótica se fragmentaba como una lanza astillada. Entre 369 y 372, Atanarico, juez y sacerdote, ordenó la purga contra los cristianos. No por odio, sino por temor a la disolución tribal. Las llamas devoraron aldeas, manuscritos y altares. Pero en el rostro de una anciana rezando entre cenizas, el juez vio lo que la ley no puede quemar: el alma. Aquel día, entre ceniza y hierro, nació la grieta interior que lo acompañaría hasta la muerte.
Sacrificio pagano para unir al pueblo
En 370, los dioses antiguos fueron llamados a juicio. Para sofocar la división interna, Atanarico presidió un sacrificio solemne. Bajo un cielo plomizo, la sangre de un toro blanco salpicó túnicas y runas. El humo de las hierbas se alzó como plegaria muda. Aunque la ceremonia fue majestuosa, el eco de los viejos cantos no acalló los susurros del cambio. Los dioses escucharon, pero el pueblo ya miraba a otros altares.
Guerra contra Roma
El año 369 marcó el inicio de una guerra abierta contra el Imperio. En los pantanos de Dacia, los godos lucharon con furia contra las legiones de Valente. Atanarico, cubierto de barro y sangre, dirigía desde la línea de fuego, hundido hasta las rodillas en fango y acero. Aunque la emboscada fue feroz, la disciplina romana quebró la ofensiva. La derrota no fue sólo militar, sino espiritual. El lobo del bosque había mordido el escudo de Roma, y salió herido.
Paz con Valente
Tras el fracaso bélico, la diplomacia emergió del río. En una barca sobre el Danubio, Atanarico y Valente se enfrentaron sin espadas, pero con las miradas de siglos. Fue una paz impuesta, no aceptada. El juez tervingio ocultó su ira tras la capa azul de su linaje. En la orilla, el pueblo seguía cocinando, criando, rezando. Pero la herida era evidente: la soberanía había sido vendida por necesidad.
Rivalidad con Fritigerno
En 375, la casa de Atanarico se resquebrajó. Fritigerno, hábil y joven, supo ver lo que el viejo juez no: que el futuro era cristiano y romano. En un consejo donde los cuchillos estaban aún enfundados, el desafío fue directo. La palabra dio paso al destierro, y el destierro al cisma. El pueblo ya no era uno, y la tormenta de los hunos se acercaba con risas de fuego.
Exilio tras la llegada de los hunos
En 376, los jinetes del fin del mundo cruzaron las estepas. Atanarico, sin aliados ni ejército, huyó a las montañas con sus fieles. En una cueva de los Cárpatos, rodeado de frío y hambre, contempló un amuleto de su niñez. Las llamas eran ahora fogatas de desesperanza. El juez que había desafiado a emperadores ahora apenas mandaba sobre el silencio.
Llegada a Constantinopla
En 381, Atanarico, ya vencido por el tiempo, llegó a Constantinopla bajo la protección de Teodosio. La ciudad, espléndida como un sueño de mármol, le resultó ajena. Lo recibieron con honores, pero todo lo que vio lo alejaba de su mundo: mercados, iglesias, estandartes imperiales. Supo que ya no era juez, ni guerrero. Era memoria viva de un mundo que desaparecía.
Muerte en Constantinopla
Atanarico murió en cama romana, con sirvientes romanos, mirando a un crucifijo tallado en madera. Dictó una carta que jamás terminó, como su propia historia. En el funeral, hubo velas y respeto, pero no hubo lobos, ni cantos de guerra, ni ritos al sol. Murió como un extranjero. Pero vivió como un dios de frontera.
Legado entre los godos
A su muerte, los godos debatieron si fue héroe o traidor, visionario o fanático. Un anciano, junto al fuego, narraba sus gestas a los más jóvenes, mientras la cruz y las runas compartían el mismo espacio. Atanarico, el último juez, no fue vencido del todo. Porque mientras haya un fuego y una historia, su espíritu seguirá rondando los bosques del norte.